En 1968, Arthur C. Clarke y Stanley Kubrick situaron su Odisea Espacial en 2001. Once años después de esa fecha, la película sigue siendo tan ciencia-ficción como entonces. Los robots no piensan, y de hecho son poco menos que brazos mecánicos. La exploración espacial yace el sueño de los justos. Las teorías del ‘poder aeroespacial’ que sobreexcitaron la imaginación de los estrategas militares en los setenta son, a día de hoy, teorías ridículas.
Neil Armstrong, que acaba de fallecer, sigue siendo uno de los 12 hombres que han puesto el pie fuera de la Tierra. El 12 de diciembre se cumplirán 40 años desde que el último ser humano pisó la Luna.
En 2012 los coches no vuelan. La fusión nuclear está tan lejos como en 1968. No existe una vacuna contra la malaria. Las tasas de mortalidad se han reducido, pero la palabra ‘cáncer’ sigue siendo considerada casi equivalente a ‘condena a muerte’, pese a los innegables avances en la lucha contra esa enfermedad (avances que frecuentemente tienen que ver mucho con el diagnóstico temprano).
Las enfermedades coronarias siguen matándonos. Oscar Pistorius es apodado ‘Blade Runner’, pero la película de Ridley Scott se desarrolla en 2019, y no parece que por Los Ángeles vayan a circular replicantes dentro de siete años (el libro en el que se basa el filme, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, centra la acción en el 3 de enero de 1992, cuando en España el mayor avance tecnológico era la inmediata llegada del AVE y en Los Ángeles los problemas venían de la violencia racial entre negros, coreanos, hispanos y blancos, no entre seres humanos y androides escapados de Marte).
El 87% de la energía del mundo viene de combustibles fósiles, cuyas técnicas de extracción no han cambiado de forma dramática. A pesar de lo que hablamos de ellas en los medios de comunicación, las renovables apenas suponen un 1,32% de la energía mundial.
Los Boeing 747 que empezaron a volar el 9 de febrero de 1969 (cuando Armstrong no había llegado a la Luna) siguen en activo. Se ha extendido la inseminación artificial, pero los niños se hacen como siempre, no en probetas. Hemos desentrañado el genoma, pero seguimos sin saber las claves de muchas enfermedades.
Y, encima, como hemos podido ver hoy, pronto todos los hombres que estuvieron en la Luna se habrán muerto. ¿Se imagina alguien que sólo 12 personas hubieran llegado a América en 1492 y para 1535 se estuvieran muriendo?
Estos casos parecen ratificar la tesis del economista de la Universidad George Mason, Tyler Cowen, de que el progreso tecnológico se ha frenado desde la década de los sesenta. Cowen, en realidad, es un gastrónomo formidable, a quien el autor de estas líneas debe el descubrimiento del mejor restaurante tailandés de Washington, pero también es un economista tremendamente respetado (y, al contrario que Krugman, sin necesidad de ir buscando pelea): es columnista de ‘The New York Times’, tiene el blog más influyente entre sus colegas en todo el mundo, Marginal Revolution, y ha escrito el best-seller The Great Stagnation (El Gran Estancamiento).
¿Viviendo en los cincuenta?
A Cowen le gusta pedir que veamos una película de los cincuenta y comparemos lo que se ve allí con el mundo real. La mayor parte de lo que vemos sigue existiendo hoy. Mejorado, es cierto, pero igual. Los retretes (no sé por qué Cowen siempre acaba hablando de ellos) son iguales. Las cocinas, casi iguales. Los coches, muy parecidos. La televisión, casi igual (sólo que sin pantalla plana). Es cierto que ha habido avances cuantitativos en todas esas áreas, pero ha habido muy pocos cualitativos. Esencialmente, según Cowen, seguimos viviendo en los años cincuenta, que es cuando se generalizaron una serie de inventos desarrollados a principios de siglo y puestos en producción masiva durante la Gran Depresión de los años treinta. El avance de las tecnologías de la información y las comunicaciones (ordenadores, teléfonos e Internet) es, para Cowen, la única excepción a esa regla. Acaso las nuevas técnicas de extracción de petróleo y gas natural (el ‘fracking’, o ‘fracturación hidráulica’), junto con las renovables, también cambien, en unos años, el panorama energético del mundo, aunque por ahora solo son una promesa.¿A qué se debe esa situación? Según Cowen, a varios factores pero, entre otros, a la menor popularidad de carreras de ingeniería, que tradicionalmente han jugado un papel central en el desarrollo tecnológico. Hoy, quien quiere ganar dinero se hace abogado o médico (al menos, en EEUU) y, si alguien es bueno con los números, se va a Wall Street a diseñar productos financieros (los bancos de inversión arramblaron con muchos astrónomos de la NASA a principios de la pasada década para que crearan los títulos basados en ‘hipotecas basura’). Sin embargo, esa explicación no parece demasiado sólida.
Según este estudio de la Universidad de Georgetown, es cierto que un ingeniero o cualquier licenciado con conocimientos de álgebra tiene una tasa de paro inferior en un 66% a la de la media, pero no lo es menos que apenas el 4,8% de los trabajadores estadounidenses tienen empleos en el campo STEM (las siglas en inglés de Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas), y que para 2018 esa cifra apenas habrá subido al 4,9%.
Sea por la razón que sea, un mundo con menos avances tecnológicos es un mundo más complicado. No es casualidad que el final de lo que Cowen considera la última oleada de progreso, a finales de los sesenta, coincidiera con la aparición de la inflación, agravada por las crisis del petróleo. Si no hay avances tecnológicos, la productividad aumenta menos. Y, por tanto, los salarios deben crecer menos. De lo contrario, hay inflación y se pierde competitividad (el mejor ejemplo es España, donde nos hemos especializado en un sector de baja productividad, como es el inmobiliario, porque las casas, siguiendo a este economista, se hacen de forma similar a hace 40 años; pero, al tener nuestros salarios fijados a la inflación, en la práctica nuestra productividad disminuyó).
Así, no es de extrañar que, en 2010, James Cameron situara Avatar en el año 2154. Donde Kubrick nos daba menos medio siglo para descubrir los orígenes del Universo, ahora Hollywood nos daba más de 150 años para empezar a explorar otros mundos...
Autor :Pablo Pardo
Fuente :elmundo.es