Quiso la casualidad que fuera un 23 de
julio de 1969, tres días después de que Neil Amstrong pusiera sus pies
en la Luna, la fecha elegida por un misterioso hombre de fortuna, Janos
Moricz, para declarar ante notario uno de los descubrimientos
presuntamente más importantes de la historia. Decía haber hallado en la
provincia de Morona–Santiago (Ecuador) unas láminas metálicas que
contendrían la historia de una civilización perdida. Según Moricz, tales
láminas –agrupados dentro de distintas cuevas– estaban grabadas con
signos y escritura ideográfica. El tema cobró interés mundial cuando el
escritor suizo Erich von Däniken publicó El oro de los dioses, obra
centrada en el misterio de Los Tayos que se convirtió en un best seller.
Los mormones se entusiasmaron con el
libro de Däniken, pues creyeron que la historia de Los Tayos presentaba
ciertos paralelismos con su propia doctrina religiosa. Según su profeta,
Joseph Smith, existiría un libro de oro guardado en antiquísimas
cavernas situadas en la cordillera de los Andes. Ese libro sería el
original del Libro del Mormón, la «biblia» de este grupo religioso.
Dicha revelación le fue anunciada a Smith por un ángel luminoso que dijo
llamarse Moroni, el cual se le apareció una fría noche de invierno. La
comunidad mormona se convenció de que la «biblioteca» descubierta por
Moricz podrían ser las míticas planchas de oro de su libro sagrado;
sobre todo teniendo en cuenta que el hallazgo se había relizado en una
zona llamada Morona–Santiago.
Los líderes mormones decidieron que Neil
Amstrong debería ser el encargado de descubrir la preciada reliquia
religiosa. Así, en julio de 1976 un grupo de científicos y militares
ecuatorianos se abrió paso a través de la selva donde moran los indios
shuaras, mitificados en Occidente como los reductores de cabezas. Al
frente de la expedición se encontraba Neil Armstrong. Después de 35 días
de marcha, llegaron a una zona montañosa e irregular, situada en las
faldas septentrionales de la cordillera del Cóndor, donde encontraron
una oscura boca de entrada a una inmensa cueva. Desde el principio se
confirmó la inmensidad de las cavidades interiores, donde ni las más
potentes linternas eran capaces de alumbrar en su totalidad las
estancias, que podían albergar catedrales enteras.
La expedición de Neil Armstrong no
encontró la famosa biblioteca de oro, pero sí logró confirmar la
existencia de dinteles y bloques de piedra cortados, cuyas formas
parecían claramente artificiales.
Finalmente, la expedición se llevó de la
selva ecuatoriana cuatro cajas de madera selladas que no permitieron
abrir a los indios shuaras, quienes se sintieron engañados y estafados.
Al parecer, las cajas contenían restos arqueológicos consistentes en
estatuillas de gran valor para los indígenas. El astronauta aseguró que
su visita al mundo subterráneo había sido incluso más interesante que su
paseo lunar. Y añadió: «Al igual que he sido el primer hombre en estar
allí arriba, quise ser también el primero en estar allí abajo».
Fuente: doblepensar.com
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